Busquen en la Pascua el mensaje misionero

POR OBISPO Joseph Kopacz
Durante los 50 días del tiempo pascual la Iglesia Católica proclama en Palabra y Adoración la creación y el crecimiento de la iglesia en el primer siglo después de la crucifixión y la resurrección del Señor, entre los años 30 y 33 d.C. El sacrificio cruento de la muerte de Jesús el Nazareno fue transformado por el amor de Dios en la resurrección en el mayor movimiento desatado en la historia de la humanidad. Poniendo las tristes divisiones a un lado, la iglesia ha proclamado el Evangelio durante casi 2000 años, y en la actualidad hay cerca de dos billones de cristianos en todo el mundo, más de la mitad son católicos.
Reconocemos que muchos son cristianos sólo de nombre, pero hay innumerables millones que el Espíritu Santo ha transformado en el Cuerpo vivo de Cristo para la salvación de las almas y el bien de la humanidad.
Durante la octava de Pascua, o los ocho días siguiente al Domingo de Pascua, el Señor resucitado se le apareció a sus angustiados apóstoles y discípulos con el fin de sanarlos, reconciliarlos con Dios y a los unos con los otros con el fin de prepararlos para su peregrinación de  fe, esperanza y amor en su nombre.
El libro de los Hechos de los Apóstoles, sobre todo, es una narración de San Lucas sobre el crecimiento constante de la iglesia primitiva, desde sus humildes inicios en Jerusalén a la escena mundial en Roma, destinada a seguir el mandato del Señor de enseñar a todas las naciones hasta los confines de la tierra.
San Pedro, San Pablo y los otros 11 discípulos, con el apoyo fiel de muchos de los primeros discípulos, sentaron las bases para la primera iglesia evidente en las muchas comunidades que surgieron alrededor del mundo mediterráneo. En solidaridad con su Señor en la cruz, la sangre y el agua continuaron derramándose. Los judíos y los gentiles tuvieron su segundo nacimiento en las aguas fluyentes del bautismo y la sangre de los mártires se convirtió en la fuente de la vitalidad de la iglesia primitiva.
En las primeras etapas de los Hechos de los Apóstoles escuchamos hablar del agua con el bautismo de miles de personas el Domingo de Pentecostés y de la sangre, con el brutal asesinato a pedradas del diácono Esteban, el primer mártir de la iglesia. Siguió después la decapitación de Santiago, el hermano del Señor, y comenzó la persecución que se prolongó durante casi 300 años.
San Pedro es presentado en la primera mitad de los Hechos de los Apóstoles mientras que San Pablo aparece en la segunda mitad del libro. En el Capítulo 10, el Espíritu Santo pone el escenario a través de Pedro para un segundo día de Pentecostés en la casa de Cornelio al descender sobre todos los miembros de su familia con un estallido de lenguas y de alabanza. Pedro sólo podía estar de pie, y se maravilló de como Dios abrió la puerta de la fe a los primeros gentiles para que  se convirtieran en cristianos. Pedro procedió a bautizarlos, pero esa fue la parte fácil. Luego tuvo que regresar a Jerusalén con Pablo y Bernabé para convencer a los demás que los gentiles o paganos, o sea los no judíos, no tenían que convertirse en judíos primero antes de convertirse en cristianos.
Fue una lucha encarnizada pero al final Dios prevaleció y en el Concilio de Jerusalén sólo cuatro restricciones le fueron impuestas a los gentiles: “Se tienen que abstener de comer carne de animales ofrecidos en sacrificios a los ídolos, no coman sangre ni carne de animales estrangulados y eviten la inmoralidad sexual. Ustedes harán bien si evitan estas cosas.” (Hechos 15:29) Por supuesto los Diez Mandamientos siguen siendo fundamentales para nosotros, pero más de 600 leyes cambiaron cuando surgió la tradición cristiana. El mandato del Señor de enseñar a todas las naciones estaba ahora libre de obligaciones por parte de una exigente tradición judía.
Después del Capítulo 15 en los Hechos de los Apóstoles San Pablo tomó la antorcha de San Pedro y se convirtió en apóstol de los gentiles, facultado por el Concilio de Jerusalén para ser el misionero en el mundo griego y romano. Los tres viajes misioneros de Pablo están trazados en las páginas de los Hechos. Muchos le temían, recordando su feroz persecución contra los primeros cristianos antes de su conversión, y muchos lo odiaban porque él fue riguroso en su celo de desechar la Ley de Moisés a la luz de Jesucristo crucificado y resucitado de entre los muertos. En última instancia, esta animosidad lo llevó a su decapitación en Roma.
En nuestra época el Papa Francisco nos llama a ser misioneros que llevan la Buena Noticia, la alegría del Evangelio, a muchos de los que se están yendo a pique en el cieno del mundo.
Este es nuestro origen; esta es nuestra llamada constante. Cuando escuchamos y/o leemos sobre el crecimiento de la iglesia primitiva, es evidente que muchos tenían el espíritu misionero. San Pablo, en particular, fue el misionero por excelencia, que nunca se cansó de plantar la semilla de la fe, y alimentar a la planta joven a través de sus cartas y visitas pastorales. Como escribió en 1 Corintios: “Sembré la semilla en sus corazones, y Apolos la regó, pero es Dios quien la hizo crecer.” (1Cor 3:6)
Cuando reflexiono sobre mi nueva vida como el 11ª obispo de Jackson durante mis muchos viajes en todo el territorio de la diócesis en este tiempo de Pascua, bien sea para celebrar confirmaciones, graduaciones, aniversarios, etc., considero que esta es la vida y el ministerio de un obispo, puesto en marcha por los apóstoles y sus sucesores. Yo trabajo en la viña del Señor, sobre las bases establecidas por el Obispo Chanche y algunos otros a finales de 1830.
Bien sea que se trate de los sembradores originales, o las generaciones posteriores que siguieron, Dios la está haciendo crecer a través del poder del Espíritu Santo y en el nombre de Jesús, resucitado de entre los muertos.
Somos parte de una tradición de fe con raíces profundas, casi dos mil años. “Además, queridos hermanos, no olviden que para el Señor un día es como mil años, y mil años como un día”. (2 Pedro 3:8) Por lo que sólo estamos acercándonos el principio del tercer día de la era cristiana, y nuestro llamado es a plantar y construir siempre que tengamos vida y aliento. “Y estoy seguro de que Dios, que comenzó a hacer su buena obra en ustedes, la irá llevando a buen fin hasta el día en que   Cristo Jesús regrese”. (Filipenses 1:6 )