Inmersión total como hijos amados de Dios

Por Obispo Joseph R. Kopacz, D.D.
Al salir de la temporada navideña, esperamos y oramos para que fuéramos bendecidos en el espíritu, al saber que nuestra fe en el Hijo de Dios “conquista el mundo”, tal y como proclamamos en las Escrituras durante la fiesta del Bautismo del Señor.
Esta metanoia, cambio profundo del corazón, es mucho más que todas y cada una de las resoluciones de año nuevo que con demasiada frecuencia se pliegan y arrugan como papel de regalo desechado. Más bien, es una perspectiva renovada viva en el Espíritu de Dios que se cierne, iluminando nuestras mentes, corazones e imaginaciones, al saber que somos hijos de Dios, amados de una manera que sobrepasa todo entendimiento.
En esa primera noche de Navidad, los cielos se abrieron con el coro de ángeles cantando: “Gloria a Dios en las alturas”. Años más tarde los cielos fueron rotos en pedazos, en el Bautismo en el río Jordán, por la voz del Dios de la gloria eterna revelando que este Jesús de Nazaret es el Cristo de la historia y el Hijo amado del Padre, el Verbo hecho carne. “Éste es mi Hijo amado, a quien he elegido.”

Obispo Joseph R. Kopacz

En esta época de furiosa pandemia, espantosas luchas civiles y violencia, rencor y división aparentemente intratables, ¿adónde encontramos la luz y el poder para vivir una vida digna de nuestro llamado como hijos de Dios?
No busque más que el Prólogo del Evangelio de San Juan, una proclamación del día de Navidad, que resplandece de esperanza en el amado Hijo de Dios, la Palabra eterna para nuestros tiempos inestables y perturbadores. “En el principio ya existía la Palabra; y aquel que es la Palabra estaba con Dios y era Dios. Él estaba en el principio con Dios. Por medio de él, Dios hizo todas las cosas; nada de lo que existe fue hecho sin él. En él estaba la vida, y la vida era la luz de la humanidad. Esta luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no han podido apagarla.” Juan 1:1-5
Incluso ahora, la oscuridad no ha vencido esta vida y luz divinas. Desafortunadamente, esta visión para nuestras vidas puede perderse fácilmente en el asalto de las sombras, la oscuridad y la muerte.
Sin embargo, la temporada navideña fue una celebración de la luz que brilla en la oscuridad, invitándonos a renovar nuestra visión para ver que Dios está con nosotros, Emmanuel. La Encarnación nos eleva a las puertas del cielo, y el Bautismo del Señor habla de la total inmersión de Dios en todas las cosas humanas, dejando a un lado su gloria, humildemente se une a nosotros en nuestra pecaminosidad. Nos corresponde apreciar el don de la fe, como la Santísima Madre, en la forma en la que ella abrazó al niño Jesús, reflexionando sobre lo que este tesoro significa para nuestras vidas.
El misterio de nuestra fe, que conquista el mundo, nos revela que la madera del pesebre nunca se separa de la madera de la Cruz. El bautismo de Jesús en el Jordán es inseparable de la crucifixión; su inmersión en agua anticipa su inmolación en la Cruz. Cuando tomamos estas cosas en serio, nos damos cuenta de que todo el Nuevo Testamento fue escrito después de la crucifixión y resurrección del Señor a través de la sombra del Espíritu Santo.
Entonces, ¿cómo nos une nuestro bautismo al amado Hijo de Dios, la Luz que brilla en las tinieblas?
Un pasaje que a menudo se selecciona de la carta de San Pablo a los Romanos para la celebración del sacramento del Bautismo y en muchas liturgias funerarias revela el misterio. “¿No saben ustedes que, al quedar unidos a Cristo Jesús en el bautismo, quedamos unidos a su muerte? Pues por el bautismo fuimos sepultados con Cristo, y morimos para ser resucitados y vivir una vida nueva, así como Cristo fue resucitado por el glorioso poder del Padre. Si nos hemos unido a Cristo en una muerte como la suya, también nos uniremos a él en su resurrección. Sabemos que lo que antes éramos fue crucificado con Cristo, para que el poder de nuestra naturaleza pecadora quedara destruido y ya no siguiéramos siendo esclavos del pecado.” (Romanos 6:3-6)
El perdón de los pecados, el crecimiento en el Señor, dejar de ser esclavos del pecado, del temor, de la desesperanza y la novedad de vida son señales esenciales de que estamos viviendo una vida digna de nuestro llamado. Es una conciencia humilde inspirada por el Espíritu Santo, purificada por aguas santificadas y la sangre derramada en la Cruz, de que en última instancia pertenecemos a Dios.
Somos hijos e hijas amados de Dios, injertados en la vid viva, el Cuerpo de Cristo, la Iglesia. El amor de Cristo nos impulsa a vivir nuestro bautismo, nuestra vocación, nuestro discipulado, creciendo en el poder de la fe para saber que somos hijos amados de Dios, inmersos de lleno en este mundo, comprometidos con una mayor justicia y paz para todos y siempre dejando un espacio a la vida eterna que revolotea cerca de nuestras preocupaciones y decisiones diarias.