“Dios amó tanto al mundo que dió a su Hijo”

Obispo Joseph R. Kopacz

Por Obispo Joseph Kopacz
En el cuarto Evangelio y en sus cartas, el amado discípulo, San Juan, vuelve repetidamente a su audaz proclamación que “Dios amó tanto al mundo que dio a su Hijo único para que todo aquel que cree en él no muera, sino que tenga vida eterna “ (Juan 3,15-16).
Como en los evangelios sinópticos de Mateo, Marcos y Lucas, la muerte del Señor en la Cruz es la realización de este amor eterno donde San Juan retrata la escena de la sangre y el agua que fluyen del costado del amado Hijo de Dios crucificado.
Estos dos torrentes sagrados se convirtieron en las fuentes duales de una nueva vida en la Iglesia, en las aguas salvadoras del Bautismo y en el nuevo pacto a través de su sangre, cada vez que se celebra la Misa.
En su documento, Christus Vivit , a los jóvenes y al pueblo de Dios, recién publicado en la prensa el 25 de marzo en la fiesta de la Anunciación, el Papa Francisco proclama valientemente que debido a que Dios amó al mundo, “…Jesucristo está vivo, y Él quiere que estés vivo! Él es nuestra esperanza, y de una manera maravillosa trae jóvenes a nuestro mundo, y todo lo que Él toca se vuelve joven, nuevo y lleno de vida”.
En cada ocasión sagrada, cuando celebramos los sacramentos del Bautismo y la Eucaristía durante la temporada de Pascua, que comenzó el domingo de Pascua y culminará en Pentecostés, 50 días después, el Señor Jesús se ocupa de salvar al mundo joven, nuevo y lleno de vida.
En el segundo y tercer domingo de esta temporada de Pascua, proclamamos las apariciones de resurrección de San Juan que revelan el plan personal y universal de salvación.
En la historia de la creación de Génesis, Dios formó al hombre y la mujer a partir de los elementos de la tierra y sopló en ellos el aliento de la vida, y nos convertimos en seres vivos. (Génesis Capítulo 2). A los apóstoles acurrucados de miedo, (Juan 20,19 en adelante) el Señor resucitado los bañó en paz y les dio el amor creativo y reconciliador del Espíritu Santo. “Como el Padre me envió, también yo os envío”. En particular, el Señor se encontró con Tomás con el espíritu indispuesto y abrumado por las dudas que habían roto la columna de su fe. Jesús lo devolvió a la vida a través del toque de sus heridas y con el sonido de su voz.
En el Evangelio del domingo pasado, Jesús se apareció a varios de los apóstoles en el mar de Galilea, adonde habían regresado a sus vidas anteriores después de la crucifixión, entre los cuales se encontraban Pedro, Tomás y Juan.
Jesús los estaba esperando en la orilla después de guiarlos a otra captura exitosa que apenas podía contener 153 en total. Este número representa el plan universal de Dios para llevar el Evangelio a todas las naciones conocidas de ese tiempo. De lo universal a lo personal, ahora fue el turno de Pedro de reconciliarse y restaurarse. (Juan 21,1 y en adelante).
Mientras se reunían alrededor del fuego para desayunar, la llama debió traer a Pedro el recuerdo de cuando negó con vehemencia que conocía a su Salvador. Entonces, era de noche. Jesús había mirado a Pedro en ese momento y recordando la predicción del Señor en la última cena, Pedro salió y lloró amargamente. Pero ahora es el amanecer de un nuevo día, y con el fuego entre ellos por segunda vez, Jesús miró a Pedro con la calidez de su amor y le preguntó tres veces: “¿Me amas?” No hubo reproche en sus palabras ni en el tono de Jesús a Pedro, a Tomás o a cualquiera de sus apóstoles por su comportamiento durante el tiempo de su sufrimiento y muerte, sino más bien un profundo deseo de devolverles la vida en su nombre para lanzar el Evangelio hasta el fin de la tierra.
El resto es historia. Pedro cumplió su destino como líder de la Iglesia primitiva, y Tomás trajo la Buena Nueva al reino de la India. Dios ama tanto al mundo que esta pregunta eterna está dirigida a cada uno de nosotros, discípulos de su hijo amado. ¿Lo amamos?
En Christus Vivit, el Papa Francisco cita las palabras poéticas de Pedro Arrupe, el legendario Superior jesuita. “ ¡Enamórate! (o déjate enamorar), porque «nada puede importar más que encontrar a Dios. Es decir, enamorarse de Él de una manera definitiva y absoluta. Aquello de lo que te enamoras atrapa tu imaginación, y acaba por ir dejando su huella en todo. Será lo que decida qué es lo que te saca de la cama en la mañana, qué haces con tus atardeceres, en qué empleas tus fines de semana, lo que lees, lo que conoces, lo que rompe tu corazón y lo que te sobrecoge de alegría y gratitud. ¡Enamórate! ¡Permanece en el amor! Todo será de otra manera”Este amor por Dios es posible gracias al Espíritu Santo que resucitó a Jesús de entre los muertos.
Escribiendo casi tres generaciones después de la muerte y resurrección de Jesús, San Juan termina su evangelio con palabras de amor perdurable, esperanza y luz para todas las personas y por siempre. “Jesús hizo muchas otras señales milagrosas delante de sus discípulos, las cuales no están escritas en este libro. Pero estas se han escrito para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengan vida por medio de Él.”(Juan 20, 30-31).